.

.

viernes, 24 de enero de 2014

Las botas puestas.

Me gustan los finales a lo Grupo Salvaje. No son el famoso final feliz del cual soy también un gran defensor y aficcionado. Pero los finales donde los héroes, o más comunmente, antihéroes directamente cargan sus armas y se dirigen a dar la batalla más dura y cruenta de sus vidas y hasta que no acaben el último cartucho y de su cuerpo no salga el último soplo de vida, hasta entonces no pararán.

Los considero finales apoteósicos y más cuando los protagonistas tienen oportunidad de evitarlo y de huir, pero por una razón u otra al final se quedan y dan el Do de pecho en una batalla final. Morir matando, un arma en cada mano, granadas en el pecho y llenar de plomo o a golpe de espada a todo aquel hijo de puta que se ponga a tiro. Hay muchas películas así y los personajes que hacen eso no pueden recibir si no mi más sincera aprobación y simpatía. Pueden huir, apartarse de todo ello, pero eso implica dejar a un amigo atrás, no acabar con un maleante que te ha traicionado, matado al ser amado o hecho la vida imposible.
 Y aunque eso signifique tu condena, tienes una deuda que cumplir, una deuda con el destino mismo y que solo puede ser pagada con sangre y acero.

Les veo un romanticismo implícito, un romanticismo de otro tiempo, de cuando uno se alistaba en la Legión Extranjera a vivir aventuras y encontrándose con una realidad cruel atroz. Un romanticismo perfecto para una obra literaria o fílmica, donde por reparar un daño o una maldad, acabas dando tu propia vida.

Pero a veces, lo único que queda bien, es ver al protagonista tomárse un último trago, cargar su arma y desoyendo todo tipo de consejo, ir a hacer lo correcto, sin ninguna esperanza de supervivencia y tan solo la promesa de la redención que solo la da la sangre y la muerte entre una lluvia de balas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario